martes, 23 de octubre de 2012

En el Metro

(Nota: todos los cuentos publicados con este título forman parte de una serie, un proyecto que apenas ahora estoy iniciando y que seguramente me llevará años terminar... eso si el Gobierno de la Ciudad de las Obras Viales no decide hacer otra línea.)
 
Estación El Rosario
Viernes, 12:30 horas…
 
…Ramiro corre desesperado, brinca las escaleras de dos en dos, empuja a un par de muchachos que vienen frente a él, el sudor corre copiosamente sobre su frente, llega a la cúspide de la escalera como quien sube el Monte Everest sin oxígeno, jadeante, corre despavorido, derribando a su paso a un hombre de traje negro, el sujeto le grita algo, Ramiro no tiene oídos para nadie en ese momento, da una vuelta equivocada, retoma el camino correcto y llega como rayo a los torniquetes, con la mochila tira el café que está tomando el policía que cuida la entrada, el guardián de la ley y el orden sólo alcanza a gritar:
 
- ¡Hijo de la…!
 
Ramiro sigue corriendo, impulsado por una fuerza ajena a él, más grande que su cansancio, más grande incluso que sus ganas de no correr, más grande que su apatía y su hueva, más grande incluso que él mismo, al llegar a la tercera salida baja corriendo las escaleras, tira en su carrera a otro joven que viene distraído, sigue corriendo mientras su mirada otea el horizonte cercano, tratando de verla, asume que ella ya está en el camión que está por salir, aprieta el paso (si es que esa expresión es posible al ir corriendo como poseído) mientras grita desesperado:
 
- ¡María!, ¡María!, ¡No te vayas, María, tengo que hablarte!, ¡María!...
 
El chofer del autobús, que viene escuchando la radio, ni ve ni oye al chico que corre tratando de alcanzar el camión, Ramiro no alcanza la puerta a tiempo y el camión empieza a tomar velocidad, el joven golpea las ventanillas mientras continúa con su desesperación:
 
- ¡María! ¡Por favor! ¡No te vayas!...
 
El pasillo se termina, el camión acelera más y empieza a dejar atrás a Ramiro, quien sigue golpeando las ventanas sin poder verla y sigue derramando su desolación sobre los asombrados pasajeros del autobús:
 
- ¡María! ¡No te vayas! ¡Nooooo!...
 
Es inútil, el camión acelera y lo deja muy atrás, Ramiro acaba de perderla por tardarse sólo un minuto más de la cuenta, por el rostro sudoroso del chico empiezan a correr gruesas lágrimas, derrotado más allá de todo entendimiento humano, empieza el largo regreso a la estación, va con la cabeza gacha, no mira a nadie y nadie lo mira, tan evidente es su estado de ánimo, sube lentamente las escaleras que hace unos minutos descendió como una avalancha, contando los escalones como los condenados suelen contar los escalones del cadalso, al llegar a la cima, rendido y cansado, su hombro derecho golpea el hombro izquierdo de una chica que viene del metro, ambos se miran, por un segundo con rencor, después asombro, luego incredulidad, y finalmente pensando que el destino sabe cómo hacer las cosas…
 
- ¿Ramiro?
- ¿María?... ¿Qué haces aquí?
- Bueno, tú sabes… aquí tomo el camión...
- Cierto, lo olvidaba…
- ¿Y tú que haces aquí?
- ¿Yo?, eh… nada…
- ¿Seguro?...
- ¿Tú vienes del metro?
- Eh… sí.
- ¿Porqué?
- Pues… por nada…

Los dos jóvenes se miran, a esa edad, todos los sabemos, no es tan sencillo reconocer que corriste despavorido para evitar que esa persona tan especial, en la que piensas en esas largas noches de rock, revolución y desmadre, se escape de tus manos… casi tanto como no es sencillo decirle a esa persona que piensas en ella cuando no está, ni lo mucho que disfrutas su compañía… temes perder la amistad, pero en esa época romántica eso es casi una nimiedad… en fin, siempre hay alguien que tiene que dar el primer paso, jugársela al todo por el todo, rifársela como los grandes…

- La verdad es que… - dice María
- … quería hablar contigo – termina Ramiro

Las miradas se cruzan, el tiempo parece detenerse, los gritos, la música, la cacofonía estridente del transporte público parecen callarse, ambos se miran a los ojos, y casi creen adivinar qué hay en la mirada del otro, se acercan, casi sin darse cuenta, cada vez más y más, ambos buscando los labios tan largamente anhelados, dejando que esa fuerza natural, titánica, que los impulsó a correr, fluya desde su interior hacia sus bocas, y ambos se acercan más y más, cada vez más cerca… más cerca… un poquito más cerca…

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