viernes, 16 de noviembre de 2018

La Cabaña


I

La oscuridad envuelve la casa, un visitante podría pensar que el lugar está abandonado, habría tenido que bajar al sótano y levantar la losa que cubre la entrada a un búnker entre los cimientos con ventilación, agua y víveres suficientes para sobrevivir por meses, para hallar señales de vida.

Eso, si todavía quedara alguna persona para llegar hasta ahí.

Dentro del búnker, la luz y el color invaden todo, la música ayuda a cubrir los ruidos que a veces llegan desde el exterior, así que durante el tiempo en que están despiertos, un ligero soundtrack acompaña sus pláticas y caricias.

Cuando compraron la casa, bromearon sobre el tipo de persona que debió ser el propietario que consideró necesario construir el búnker, ¿un republicano asustadizo?, ¿un survivalista paranoico? o ¿un conspiracionista tipo “la verdad está ahí afuera”?

Durante años, el búnker y sus detalles fueron motivo de burlas, teorías y conversaciones con sus amigos, a pesar de lo extraño que parecía, uno de ellos sugirió conservarlo en buen estado, cuando ella le preguntó por qué, su amigo le dio una respuesta que congeló a todos por unos segundos:

- Bueno, sé que es anticuado y eso, pero ¿y si un día lo necesitas?

Cuando por fin llegó a casa el día del evento, su esposo le contó cómo había terminado ese amigo, su consejo les salvó la vida, pero él no logró salir con vida de su oficina.

Sólo valía pensar que ahora estaba en un mejor lugar.


Un rumor llega hasta la habitación, el sonido es parecido al de una rata frotándose contra los muros de la ventilación, ambos saben que los entes no van a entrar por allí, pero los ruidos que producían al pasar cerca de la instalación les provocaban escalofríos.

- ¿Amor?
- ¿Si, pequeña?
- ¿Estás dormido?
- No, ¿y tú?

Ella se acerca, lo abraza con fuerza y acerca su oído a su pecho de su esposo, los latidos de su corazón la tranquilizan.

- No… esas cosas no me dejan dormir.
- Tranquila, pequeña, trata de pensar en otra cosa.

Pasan los minutos, ella suspira y pregunta:

- ¿Qué crees que sean esas cosas Amor?
- No lo sé, Pequeña, pero la verdad, no quiero saberlo.

La respiración de la mujer se calma, su esposo sigue escuchando a los entes y murmura:

- Ni el Diablo quiere saber qué son esas cosas.


Con el paso del tiempo todo se desgasta, incluso una gota de agua, cayendo durante mil años, termina por perforar la roca.

La ciudad siempre estuvo mal atendida, dejarla abandonada de golpe sólo la deteriora más, hace un par de semanas cayeron los edificios inconclusos, un terremoto derribó otros, las tuberías se rompieron hace meses creando lagos artificiales donde la vegetación crece sin pausa, colándose por grietas y baches, rompiendo el concreto y fracturando el asfalto.

La naturaleza reconquista el terreno perdido.

Los entes usan los puntos débiles para entrar a lugares hasta entonces desconocidos.

Ahora, por ejemplo, inspeccionan el sótano de la casa.

La pareja ya no está tan feliz, viven día y noche sabiendo que los entes no tardarán en abrir la puerta, las piezas que sostienen la trampilla están por ceder, un par de empujones como los que los despertaron una semana antes y quedarán a merced de eso.

Los dos están aterrados, día y noche escuchan cómo los entes raspan el metal, metiendo sus asquerosos dedos entre el techo y la trampilla, preparando su entrada triunfal al refugio.

Un día, cuando los ruidos cesaron, él perdió la paciencia y gritó:

- ¡Carajo!
- ¿Qué te pasa?
- ¡Estoy harto, no puedo seguir así!
- ¿Qué quieres decir?
- ¡Estoy harto de esto! ¡Esas cosas ahí afuera y nosotros aterrados esperando que nos maten!

Era cierto, el estrés y la angustia por saber en qué momento iban a entrar y la certeza de que cuando lo lograran los matarían al instante eran demasiado.

El silencio llenó el búnker, de pronto, una idea la iluminó:

- Ya sé que podemos hacer, amor.


Al día siguiente ignoraron a los entes, se asearon y arreglaron para su cita, al anochecer arreglaron la mesa y tuvieron una cena romántica, el volumen de la música era mucho más alto, una barricada improvisada bloqueaba el camino hasta la habitación, lista para retener una fuerza imparable.

Después de cenar, mientras se abrazan, toman vino y conversan sobre las cosas maravillosas que sienten el uno por el otro, la trampilla cede por fin.

Ella empezó a temblar cuando oyeron a los entes rompiendo la barricada, entonces dijo:

- Supongo que es hora, amor.
- Creo que sí, mi vida.

Las garras de los entes, filosas y puntiagudas, perforan la entrada de la habitación, el miedo empezó a recorrer sus nervios, él no quería ver de nuevo a esas cosas, cualquier pesadilla era mejor que eso.

- ¿Amor?
- Dime, mi vida.
- ¿Son muy feos?

No quería contestarle, no sólo son horrendos, son indignos de ser vistos por cualquiera, no era por las llagas, los ojos vacíos y enrojecidos, la carne oscura y podrida… era todo lo que los hacía imposibles de mirar.

- Mejor cierra los ojos, pequeña.

El ruido aumenta, los entes empiezan a arrancar la puerta, Ella cierra los ojos con fuerza y abraza a su esposo, tiembla como una niña espantada.

- ¡No me sueltes, Amor!
- No te preocupes pequeña, no te voy a soltar.

Los entes empiezan a gruñir y a bufar como animales, Ella empieza a llorar.

Él levanta la mano derecha, la acerca a su frente sin que ella se percate.

- ¿Amor?
- Tranquila pequeña, tranquila; ya va a terminar.

Él estira el brazo y acerca su mano un poco más, no puede fallar.

- Te amo, pequeña.
- Yo también, mi…

No alcanza a terminar la frase, la puerta cede y los entes llenan el cuarto.

Lo encuentran sosteniendo un revólver que humea a centímetros de la cabeza de su esposa.

En medio del llanto, dice:

- Lo siento pequeña, no quería que tuvieras pesadillas en el cielo.

Sin más, el hombre cierra los ojos y espera su destino.

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