I. Un día normal
El amanecer ilumina la ciudad
mientras el frío barre las calles, Diego Vargas abre la puerta de su casa para
barrer las hojas que cubren la entrada, está por meterlas en una bolsa cuando
nota algo en la casa de enfrente.
- ¡Aída!
La señora Vargas sale a la
calle con expresión cansada, por el tono de voz de su esposo sabe que acaba de
ver algo que no le gusta.
- ¿Qué quieres?, ¿apenas son
las ocho y ya estás molestando a los vecinos?
El señor Vargas ni siquiera
la mira, su esposa se da cuenta que está furioso, verlo tan enojado es inusual
a esta hora de la mañana.
- ¿Ya viste la última
ocurrencia de tu amiga?
Vargas levanta la mano y
lanza un dedo acusador contra el jardín de Elisa Espinoza, una maestra de
filosofía que vive en la única casa en toda la colonia que no tiene rejas
exteriores ni protecciones, sólo una banca bajo un roble en el patio frontal para
que cualquiera pueda tomar un descanso.
Sólo que hoy, la mañana del primero
de noviembre, la banca está ocupada por un bulto formado por bolsas negras
envueltas con cinta canela para darle la forma de un cuerpo humano, alrededor
de la banca, formando un círculo, yacen varios muñecos de la colección personal
de Elisa, todo el decorado simula un velorio.
- ¿Qué es eso? – pregunta la
señora Vargas
- ¡Es intolerable! ¡no puedo
creer que se atreviera a poner otra vez sus… adornos!
Años antes, el señor Vargas
desató una guerra contra la profesora, los vecinos solían ignorar sus quejas,
pero su decoración, con elementos como un cráneo humano, velas negras que
rodeaban la casa y fotografías que le había conseguido un criminólogo le
pusieron los pelos de punta a los vecinos y provocaron la prohibición de las
decoraciones; en el colmo del enojo, el señor Vargas toma unas tijeras para
podar que cuelgan tras la puerta y se acerca a la banca, cuando está por cortar
las bolsas, su esposa murmura:
- Espera, Diego, no lo hagas.
Vargas la mira, se da cuenta
que está asustada.
- ¿Por qué no? ¿no te parece
que se está pasando de la raya?
- Sí, sólo que… sentí un
escalofrío cuando te acercaste.
- Tranquila, Aída, no va a
pasar nada.
Mientras habla, corta las
bolsas sobre la banca, todavía está mirando a su esposa cuando la señora Vargas
suelta un alarido de terror que despierta a todos en la cuadra. Frente a las
manos de Diego Vargas, una mano blanca como una vela, de largos y finos dedos,
descansa sobre el pasto, pertenece a un cadáver que descansa en la banca.
II. Magna Obra
Otro día perdido, otra
oportunidad de algo grande que se va, sigue atrapado en un empleo mediocre,
condenado a dar clases a alumnos que no se interesan en nada; el Ingeniero
Rodríguez, valuador en la Oficina de Catastro de día y profesor de la Facultad
de Ingeniería de noche, sólo sonríe cuando hace sentir a otros la misma
frustración que siente con su propia vida, alguna vez soñó con diseñar grandes proyectos
que resistieran la prueba del tiempo, pero esos sueños se habían acabado por
algunas indiscreciones que nadie supo dimensionar y todos sacaron de proporción.
Su único consuelo de la
semana fue reprobar a una de las pocas alumnas que cometieron la estupidez de
inscribirse en su clase, siempre creyó que las ingenierías, particularmente la
civil, son carreras sólo para hombres, y no temía hacer evidente a sus alumnos
esa opinión. Uno de ellos le dijo, antes de salir del aula, que esta vez sí se
había pasado de la raya, pobre escuincle, ¿acaso no sabe que, si le haces
favores a la gente, ellas siempre se aprovechan?, aún es joven para saber cómo
funciona el mundo, ¿y qué si abusó de su alumna?, ¿qué más da que él no cumplió
su parte del trato?, ella jamás debió aceptar si estaba tan convencida de tener
razón, y si aceptó, se lo merecía por ser tan ingenua como para no ver lo que
se acercaba.
Mientras recordaba la mirada
de odio de su alumna, el Ingeniero sacó las llaves de su auto, un lujoso New
Yorker negro, producto de años de hacer mal el trabajo que le encomendaba el
Departamento del Distrito Federal, pero de desempeño excelente cuando las
personas a las que inspeccionaba tenían que pagar impuestos sobre sus
propiedades. Las llaves resbalaron entre sus dedos, cuando se agachó a
recogerlas, alguien, con largos y finos dedos, le tapó la nariz y la boca con
un trapo, trató de gritar, pero no tardó en darse cuenta que la tela estaba
bañada en cloroformo.
El Ingeniero Rodríguez no
apareció el día que tenía que aplicar la primera vuelta del examen final de
Mecánica de Suelos a sus alumnos, la dirección de la facultad, al notar que
nadie había sabido del profesor en más de 3 semanas, decidió utilizar las
últimas calificaciones parciales que había reportado, en las que todos sus
alumnos habían acreditado la materia.
III. Un pasatiempo
El comandante Manuel Ibarra es recordado como el hazmerreír de la policía, por años investigó los nexos de
una profesora con la desaparición de cientos de personas, entre profesores,
estudiantes y empleados de la Universidad Nacional, la única conexión entre ellos era que todos habían desaparecido dentro de Ciudad Universitaria,
sin embargo, ninguno era conocido de la profesora, ni estaban relacionados con
ella; Ibarra no era como sus compañeros, los jefes sabían que era un
investigador excepcional, había logrado poner punto final a casos complicados,
por eso lo dejaban vigilar en forma constante a Elisa Espinoza, la profesora de
filosofía que, según él, era responsable de cientos de crímenes.
Durante sus años patrullando
las calles de la Ciudad, el comandante Ibarra había aprendido que hay cientos
de formas de dañar al prójimo y miles de personas que pueden llevarlas a cabo, la
forma en que funcionan es lo de menos, sólo es seguro que existen, y a pesar de
sus peculiaridades, son actos que caen dentro de su responsabilidad, a
él le toca llevar a los criminales ante la justicia, sin importar cómo cometen
sus delitos; por eso llevaba años vigilando a Elisa, sus informantes le habían
hablado de ella, empezó despachando escoria que el mismo Ibarra habría querido
entregar a la justicia, por eso la dejó actuar sin interrupciones en aquellos años,
sin embargo, el tiempo fue corrompiendo su misión, empezó en forma sutil, como
siempre: eliminar testigos, curiosos; pronto, las causas que la llevaban a usar
su talento se ampliaron hasta llegar a extremos ridículos, días antes del incidente,
había despachado a alguien sólo porque cuestionó algunos conceptos de su clase,
Ibarra supo que tenía que intervenir.
Sin embargo, antes de que
tuviera tiempo de hacerlo, sus compañeros le pasaron la noticia: Elisa Espinoza
había amanecido muerta en una banca frente a su casa, no había señales de
lucha, ni causa probable de muerte, apareció embolsada, rodeada por cientos de
muñecos muy detallados y que representan a personas de diferentes profesiones y
rasgos físicos, la colección de juguetes podría estar relacionada con la muerte
de la Profesora, o quizás sólo un detalle puesto por el asesino para distraer a
la policía.
IV. El diablo está en los
detalles
Ni el comandante, ni los
cientos de detectives aficionados que devoraron los detalles del caso llegaron
a pensar que la espectacular muerte de la profesora Espinoza se debió a algo tan
simple, tan estúpido, como la falta de cuidado.
Marina Salas era hija de una
de las mujeres que Elisa ayudó, la relación entre ambas empezó cuando su padre
despareció un día cualquiera, después de salir de su oficina, cuando Marina
tenía 14 años y el recuerdo de las noches en vela que había pasado en su
infancia, escuchando cómo su madre trataba de defenderse de él, aún estaba
fresca en su memoria. Se había convertido en asistente de la profesora cuando coincidió
con ella en una cafetería de la Universidad, la joven, apasionada y con ganas
de cambiar el mundo, se ofreció para ayudar a la profesora en su labor, Elisa
le enseñó todo lo que sabía, algunas de las víctimas más recientes, incluso,
habían sido encargadas a Marina.
Sin embargo, la tarea que la
maestra le encargó aquél 31 de octubre era, por mucho, la más delicada de
todas: hacer el ritual de renovación; aunque todos los años lo realizaba la
misma profesora para evitar tropiezos, esta vez quería evitar la interferencia
de Ibarra; el plan había salido de maravilla, Marina realizó todos los pasos
necesarios en el orden correcto, fue al final del ritual que todo se torció.
La ceremonia concluía con la
quema del fetiche desenterrado mientras el nuevo yacía en su lugar, para evitar
fallar, la joven llevó alcohol; mientras recitaba el final del ritual, lo
esparció sobre el fetiche desenterrado, en ese momento un cuervo graznó sobre
su cabeza, el susto la hizo derramar el alcohol mientras clavaba su mirada en
el ave, que echó a volar sin perder un segundo, cómo si su única intención
fuera asustar a Marina; pasado el sobresalto, la joven encendió un cerillo y lo
arrojó sobre el fetiche, la flama empezó a derretir la cera, pero también
siguió un camino de alcohol marcado por la botella, antes de que Marina tuviera
tiempo de reaccionar, la flama alcanzó las hojas secas alrededor de la nueva
efigie de cera y la encendieron también.
En cuanto se dio cuenta trató
de apagar el fuego, quiso agarrar la figura, pero las llamas le quemaron las
manos, la tomó con un trapo cuando la cera empezaba a perder forma, con tan
mala suerte que el alcohol en la tela se encendió y ambos fetiches, el nuevo y
el viejo, ardieron sin que pudiera evitarlo.
Un grito aterrador, lleno de
miedo y desesperación, alcanza a la joven asistente en lo profundo del Desierto
de los Leones y le indica que un destino peor que la muerte había alcanzado por
fin a la profesora.
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